25 junio, 2006

La soledad

La soledad es el peor enemigo del hombre, se suele oír por ahí. En un mundo cada vez mas poblado, cada vez mas vigilado y mediatizado es difícil encontrarse solo. Al menos exteriormente. Paradójicamente, en una cancha de fútbol donde las telecámaras no dejan ningún resquicio virgen, donde las retinas de miles se fijan sin descanso en los protagonistas, hay una persona que permanece sola: El Arquero o Portero o Guardameta.
No hay jugador mas solitario que el arquero. El es el único diverso, el único que no puede compartir con los demás las mismas situaciones, y lo que es peor, es el que nadie sabe entender. Es él quien a la hora de la verdad se enfrenta a los rivales, y puede ser héroe o villano en un instante. Cuando las cámaras siguen la partida el permanece solo, saltando para no enfriarse, pero como un espectador más. Cuando recibe un gol todos le dan la espalda pensando: “Podría haberlo atajado”.
Cuando su equipo marca un gol todos los compañeros se abrazan y el debe recurrir a festejos individuales. A veces se arrodilla y agradece al cielo, otras se cuelga del travesaño, o sino grita con la tribuna que en realidad solo mira el otro arco. De vez en cuando llegan uno o dos defensores perezosos a saludarlo, pero cuando el gol es importante ninguno queda a su lado.
Es esta ausencia de afecto y compañía lo que ha llevado a muchos porteros, cada vez con mas frecuencia, a dejar de lado su perfil bajo para convertirse en estrellas en el arco rival. Al inicio, los porteros agarraron la pelota con una mano, luego la pararon con el pecho, y mas tarde salieron gambeteando entre los rivales - Amadeo, Gatti, Burgos, etc – con resultados soberbios y también fatídicos. Como caso recuérdese a Higuita en los cuartos de final del Mundial 90 contra Camerún, tratando de gambetear al grande Roger Milla. Aunque a su favor está el Escorpión, cabriola genial que lo absuelve para siempre.

Decíamos, el arquero de hoy ya no se conforma con volverse un ídolo por atajar penales (que a la sazón son los goles de los arqueros, un paradójico no-gol...). Es más, ahora tenemos arqueros que patean penales, y también tiros libres. Arqueros que hacen goles, como lo mas natural del mundo.
Hay que decirlo, para el espectáculo es positivo, es una convulsión, la llegada al área de enfrente – después de atravesar el entero del campo haciendo la antesala aún más llena de expectación - de este personaje olvidado, ataviado con una vestimenta diversa como si llegara de otro mundo, listo para producir un hecho fuera de lo común. Después de Chilavert, Dudamel, Saja, o Rogerio Ceni - es qué todos son sudamericanos? – uno empieza a acostumbrarse y la revolución no es tanta.
En cualquier época es siempre esta sensación de soledad la que impulsa al arquero a buscar la notoriedad, el abrazo multitudinario. A pesar de que después no pueda casi festejar porque debe volver raudo a cubrir su puesto. Y es que a pesar de estos efímeros flashes, el arquero, a fin de cuentas, será siempre distinto, y mal que le pese, solitario.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Detrás de la casa de Gould había un campo de fútbol. Solo jugaban niños. Los mayoes estaban en el banquillo gritando, o en la pequeña tribuna de madera, comiendo y gritando. Había césped por todas partes, incluso delante de las porterías y en el centro del campo. Era un hermoso campo de fútbolo. Gould, Diesel y Poomerang permanecían horas mirando desde la ventana de la habitación. Miraban los partidos, los entrenamientos, todo lo que podía mirarse. Gould tomaba apuntes. Tenía una teoría al respecto. Estaba convencido de que a cada una de las posiciones de juego le correspondía un perfil morfológico y psicológico preciso. Podía reconocer a un delatnero antes de que se cambiara y se pusiera la camiseta con el número nueve. Su especialidad era la lectura de las fotografías de los equipos: las estudiaba un poco y después sabía decir en qué posicion jugaba el del bigote y quién era el extremo derecho. Tenía un porcentaje de errores del 28 por ciento. Trabajaba para llegar a situarse por debajo del diez por ciento, entrenándose siempre que podía con los chicos del campo de delante de su casa. Todavía le costaban mucho los laterales, porque identificarlos era relativamente fácil, pero determinar quién jugaba a la derecha y quién a la izquierda prsentaba dificultades significativas. En general, el lateral derecho era físicamente más compacto y psicológicamente más rudo. Tenía un enfoque racional de las cosas, y procedía según deducciones lógicas, generalmente carentes de variaciones imaginativas. Se subía los calcetines cuando se le caían, y rara vez escupía al suelo. El lateral izquierdo, en cambio, tendía a asumir rasgos de su antagonista directo, el extremo derecho, notable individuo de carácter, imprevisible, con marcadas tendencias anárquicas y notorias fragilidades mentales. El extremo derecho convierte su zona de campo en una tierra sin reglas donde la única referencia estable es la línea lateral, una franja de yeso blanco que busca con desesperación. El lateral izquierdo, que en su condición de lateral posee un perfil psicológico de base más bien tendiente al orden y a la geometría, se ve obligado a adaptarse a un ecosistema incómodo para él, y es en consecuencia, por vocación, un perdedor. La necesidad de adaptar constantemente sus reacciones a esquemas por completo imprevisibles lo condena a una perenne precariedad espiritual y también a menudo, física. Esto puede explicar su tendencia, fácilmente constatable, a llevar el pelo largo, a hacer que lo expulsen por protestar y a persignarse con el pitido inicial. Dicho esto, distinguirlo del lateral dercho, en una fotografía, es casi imposible. Gould, a veces , lo lograba.
Diesel miraba porque le gustaban los cabezazos. Sentía un placer muy particular al escuchar el impacto del cráneo contra el balón, y cada vez que ocurría decía De locos, todas y cada una de las veces, con una hermosa sonrisa en la cara. De locos. Una vez, un chico, allí abajo, cabeceó, la pelota dió en el larguero, rebotó hacia atrás, el chico volvió a cabecear, dio en el palo, se lanzó en plancha y fue a darle a la pelota con la cabeza antes de que tocara el suelo, rozándola apenas y metíendola en la red. Entonces Diesel dijo Verdaderamente de locos. Las otras veces, en cambio, sólo decía De locos.
Poomerang miraba porque buscaba una jugada que había visto años atrás en televisión. A su entender, fue tan hermosa que no podía haber desaparecido para siempre, seguro que tenía que rondar por todos los campos del mundo, y él estaba esperándola, allí, en aquel campo de críos. Se había informado sobre los campos de fútbol que existían en el mundo -un millón ochocientos cuatro- y era del todo consciente de que las posibilidades de que acaeciera precisamente allí eran mínimas. Pero, basándose en un cálculo efectuado por Gould, no eran en todo caso menores a las que hay de nacer mudo. En consecuencia, Poomerang la esperaba. Para ser exactos, la jugada era la siguiente: pase largo del portero, el delantero salta en la línea del área y centra de cabeza, el portero contrario sale del área pequeña y le da una patada al vuelo, el balón vuela hacia atrás más allá del centro del campo, pasa por encima de todos los jugadores, bota en el límite del área, sobrepasa al portero estupefacto y se cuela rozando el poste. Desde un punto de vista exquisitamente futbolístico, se trataba de una rareza deplorable. Pero Poomerang sostenía que desde el aspecto puramente estético pocas veces había visto algo más armónico y elgante. "Era como si todo hubiera ido a para al interior de una pecera -nodecía tratando de explicarse-, como si todo se moviera entre dos aguas, dulce y lentamente, con el balón nadando en el aire, sin prisas, y con los jugadores convertidos en peces, mirando hacia arriba con la boca abierta. rotando todos a la vez a derecha e izquierda, absortos y perdidos, el portero con las branquias completamente abiertas mientras el balón lo sobrepasaba, y al final la red de un pescador astuto, recogiendo el pez balón y los ojos de todos, pesca milagrosa en el más absoluto silencio de profundidad abisal en una planicie de algas verdes con razas blancas pintadas por un buzo geómetra." Era el minuto dieciséis de la segunda parte. El partido acabó dos a cero.
De vez en cuando, Gould bajaba e iba a situarse al borde del campo, tras la portería de la derecha, junto al profesor Taltomar. Pasaban decenas de minutos sin decirse nada. Mirando siempre fijamente hacia el campo. El profesor Taltomar ya tenía sus años y, a sus espaldas, miles de horas mirando fútbol. El juego le importaba relativamente poco. Él contemplaba a los árbitros. Los estudiaba. Mantenía siempre en sus labios un cigarrillo sin filtro, apagado, y murmuraba frases como "lejos de la jugada" o "ley de la ventaja, capullo". A menudo sacudía la cabeza. Era el único que aplaudía acciones como una expulsión o la repetición de un penalti. Tenía algunas certezas discutibles que resumía en una máxima con la que desde hacía años terminaba cualquier discusión: "las manos en el área son siempre voluntarias, el fuera de juego nunca es dudoso, las mujeres son odas unas putas." Sostenía que el universo era "un partido jugado sin árbitro", pero, a su manera, creía en Dios: "es el juez de línea y se equivoca en todos los fueras de juego". Una vez, medio borracho, admitió haber sido árbitro, cuadno era joven. Después se sumio en un misterioso silencio.
Gould le atribuía, no sin razón, un conocimiento desmesurado del reglamento, e iba a buscar en él lo que no conseguía encontrar en los insignes académicos que cotidianamente lo entrenaban para el Nobel: la certeza de que el orden era una propiedad del infinito. Así, lo que ocurría entre ellos era lo siguiente:
1 - Gould llegaba y, sin tan siquiera saludar, se ponía junto al profesor, mirando fijamente al campo.
2 - Durante decenas de minutos no intercambiaban ni una palabra ni una mirada.
3 - En cierto momento, Gould, sin dejar de mirar el juego, decía algo como: "Centro por la derecha, el delantero golpea al vuelo con la parte interior del pie derecho, le da de lleno al larguero, que se rompe por la mitad, la pelota hace carambola con el árbitro, llega a los pies del extremo derecho que con la planta del pie derecho chuta rozando el poste donde un defensa la para con una mano y despeja a la buena de Dios."
4 - El profesor Taltomar se tomaba su tiempo en sacar de sus labios el cigarrillo y sacudir una ceniza imaginaria. Después escupía al suelo en alguna hebra de tabaco y murmuraba quedo: "Partido suspendido hasta arreglar el larguero, con la consiguiente reclamación al club local por falta de mantenimiento del terreno de juego. Al reiniciarse el partido, penalti contra el equipo visitante y tarjeta roja para el defensa. Un partido de suspensión, si no hay recurso."
5 - Durante un rato seguían, sin comentarios, mirando el terreno de juego.
6 - En cierto momento, Gould se marchaba de allí diciendo "Gracias profesor".
7 - El profesor Taltomar murmuraba, sin darse la vuelta, "Cuídate, chaval".
Ocurría más o menos una vez por semana.
A Gould le gustaba mucho.
Los chicos necesitan certidumbres.
Una última cosa importante sucedía en aquel campo. De vez en cuando, mientras Gould estaba con el profesor, ocurría que un balón salía rodando hacia afuera, hacia donde ellos estaban. A veces pasaba justo a su lado y se detenía a unos metros más allá. Entonces el portero daba algunos pasos hacia ellos y gritaba: "¡La pelota!" El profesor Taltomar no movía ni un músculo. Gould miraba el balón, miraba al portero, y después se quedaba inmóvil.
-¡La pelota, por favor!
Turbado, acababa mirando al vacío, delante de sí, quedándose inmóvil.
*extracto de "City" de Alessandro Baricco